• Una noche más en vela. Sin nada más que esperar que a la muerte misma. Cualquier mejoría es un "alegrón de burro", pues según el dictámen de los médicos el cáncer debió haber dado su zarpazo final hace un mes y medio.

    Sin embargo, creo que quienes hemos pasado la madrugada en este sillón junto a la cama ortopédica guardamos una leve esperanza de que mi abuelo, en algún momento de la noche, se despierte, converse, recuerde y se ría, para que la despedida sea como las de "visita e'pueblo", en esas cuando uno siempre se va con las manos llenas.

    Desde hace 3 días solo balbusea, la fuerza no le alcanza ni para hablar. Incluso es difícil diferenciar de cuando está dormido a despierto.

    Ahora me arrepiento de no haberle pedido antes que me contara la historia de como él y mi abuela se conocieron. Yo tenía la ilusión de grabar la conversación, no sé, quizá para escribir un libro algún día.

    La casa no huele igual, ni luce igual. Hay pastillas por doquier; hasta en la pecera semi esférica que guardé con el propósito de hacerme de otro pez beta, ahora está cargada de paquetes de medicamentos que nos da el Seguro Social.

    Anteayer debí lidiar por primera vez con la silla de ruedas que nos entregó la Clínica del Dolor. Mi abuelo al inicio se negó a utilizarla y lo entiendo, pues en esta batalla de su cuerpo contra la enfermadad, sentarse en la silla de ruedas es como sentarse en el trono de la derrota (reconocer que su cuerpo es incapaz de mantenerse en pie).

    Pero su sentido de supervivencia fue más fuerte que su orgullo y aceptó utilizar la silla para trasladarlo al baño. Pero sentarlo allí es un proceso fuerte, algo similar a una lucha grecorromana en la que tanto él, como quien lo carga, se siente de cierta manera humillado.


    Dicen mis tías que de ayer a hoy ya no reconoce a la gente y que la morfina lo hace tener alucinaciones. Debe ser escalofriante enfrentarse a una sombra humana que para él es real, pero para los demás se trata de solo un "efecto secundario". Nadie debería sufrir eso, ninguna medicina debería ser tan debastadora como la enfermedad que intenta curar.


    Como estas y otras malas noticias corren tan rápido, ya iniciaron las visitas de esos familiares lejanos que entran al cuarto, se le acercan despacio a la cama y le gritan "¿se acuerda de mí?". Lo miran con lástima y se van pronto con la excusa de no molestarlo. "Es mejor venir a verlo ahorita que lo tenemos vivo", me dijo alguien el sábado anterior, como para limpiar así cualquier sentimiento de culpa.

    Me faltan tres horas para que mi tía me reeleve en la guardia. Tendrè solo una hora para dormir y luego me alistaré para ir a trabajar. Al menos, en esta noche en vela, descubrí que escribir me ayudó a sacarme un poco la pena y a desenmarañar este cúmulo de tormentos.